Mirando
hacia arriba, con los ojos clavados en las líneas blancuzcas del cielo raso,
dejó caer los largos brazos en forma brusca sobre el colchón duro. Una voz
suave lo sacó del adormecimiento, producido por las melodías de la guitarra que
reposaba a media altura de sus 1,70 metros, tendida también sobre la cama. Se
levantó con un ruido casi imperceptible, dando un salto hasta la alfombra
verdosa, sucia y maltrecha. Se
acercó a la puerta casi sin prestarle atención, y salió a la claridad del mundo
exterior. Allí en la cocina lo esperaba su madre, quien, con acento tímido por
el desenlace de la telenovela, le dijo nuevamente:
-ya está
el almuerzo, come antes de que se enfríe- y se deslizó a paso lento a la
habitación contigua, para sentarse en la silla del comedor.
Él avanzó
unos cuantos pasos al baño para lavarse las manos en el grifo, que se abría camino
tímidamente a través de las baldosas cerámicas que cubrían la pared. Sus ojos
aún no se reponían del brusco golpe que le atestó el cambio de iluminación,
entre la penumbra de las paredes azules de su habitación, y la blancura ostentosa
del resto de la casa.
Se
acercó a ella con los ojos apagados y el cabello revuelto, como si hubiera sido
víctima de un tornado -precisamente su corazón pasaba por uno en ese momento, y
luchaba por salir ileso- se encorvó un poco, para llegar a la altura del hombro
de su madre, y dejó caer su cabeza junto a la de ella, que volteó a recibirlo
con la cálida mirada que lo recomponía desde hacía 18 años.
-Come,
que se enfría la comida.
-La
verdad- vaciló con voz trémula, mientras se erguía nuevamente -no tengo
apetito.
Se
alejó con paso dubitativo, mientras la luz del sol golpeaba su rostro frío y
muerto. Entró a su cuarto y volvió a dormitar. Difusas imágenes se formaban en
su mente: el primer día que vio a la chica de cabello corto, el día que la
invitó a salir a comer y a rondar despreocupados por un pequeño museo, el día
que la besó por primera vez y sus ojos se vieron reflejados en los destellantes
ojos de ella, el momento de la discusión...
Un
estruendo y varios gritos, así como el inclemente alarido de los perros, lo
hicieron saltar de golpe hasta casi caerse de la cama.
-¡Ay
Dios mío!- gritó su madre después del agudo rechinar de los frenos.
Él
salió a prisa y se posó junto a ella frente a la ventana del comedor. Los
ruidos no paraban, y las personas aglomeradas en la mitad de la calle zumbaban
como un panal de abejas de varios metros de ancho. -Una moto golpeó a una
muchacha- le dijo su madre, ya más tranquila, anticipándose a su pregunta.
Él quiso
saber quién había sido la víctima, pero por azar, logró observar en un claro
entre los vecinos entrometidos, a la persona que hasta hacía unos días había
cruzado esa misma calle de su mano como su novia. Reconocería esa cara donde fuera.
Si bien estaba pálido y desalineado, esa visión lo dejó translúcido.
Corrió
a toda prisa. Con manos y pies apartó sillas, puertas, cuerpos, y en menos de
un parpadeo estaba junto a ella. Sí, en efecto era ella, y en efecto una moto
la había golpeado, con fuerza tal que logró quebrarle la pierna izquierda.
-¿Cómo
estás? Cariño.
Ella
lo miró, sus labios temblaban y sus ojos estaban inundados detrás de sus gafas;
el pelo se balanceaba despreocupado sobre su cara. Él se agachó, con total
sutileza para no lastimarle la herida, y la abrazó con todo el cariño que alguna
vez pudo sentir hacia alguien. Ella no dijo nada, no podía decirlo por mucho
que quisiera, sólo lo miró, lo vio difuso a través de las lágrimas, que ya no
eran por el dolor físico, sino por el hecho de darse cuenta que, a pesar de la
distancia, él volvería siempre a estar ahí.
Fredy Yamid Arciniegas Ramirez
Ingeniería de sistemas
Quinto semestre
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