lunes, 8 de mayo de 2017

A la vuelta, la casualidad




Mirando hacia arriba, con los ojos clavados en las líneas blancuzcas del cielo raso, dejó caer los largos brazos en forma brusca sobre el colchón duro. Una voz suave lo sacó del adormecimiento, producido por las melodías de la guitarra que reposaba a media altura de sus 1,70 metros, tendida también sobre la cama. Se levantó con un ruido casi imperceptible, dando un salto hasta la alfombra verdosa, sucia y maltrecha.          Se acercó a la puerta casi sin prestarle atención, y salió a la claridad del mundo exterior. Allí en la cocina lo esperaba su madre, quien, con acento tímido por el desenlace de la telenovela, le dijo nuevamente:
-ya está el almuerzo, come antes de que se enfríe- y se deslizó a paso lento a la habitación contigua, para sentarse en la silla del comedor.
Él avanzó unos cuantos pasos al baño para lavarse las manos en el grifo, que se abría camino tímidamente a través de las baldosas cerámicas que cubrían la pared. Sus ojos aún no se reponían del brusco golpe que le atestó el cambio de iluminación, entre la penumbra de las paredes azules de su habitación, y la blancura ostentosa del resto de la casa.
Se acercó a ella con los ojos apagados y el cabello revuelto, como si hubiera sido víctima de un tornado -precisamente su corazón pasaba por uno en ese momento, y luchaba por salir ileso- se encorvó un poco, para llegar a la altura del hombro de su madre, y dejó caer su cabeza junto a la de ella, que volteó a recibirlo con la cálida mirada que lo recomponía desde hacía 18 años.
-Come, que se enfría la comida.
-La verdad- vaciló con voz trémula, mientras se erguía nuevamente -no tengo apetito.
Se alejó con paso dubitativo, mientras la luz del sol golpeaba su rostro frío y muerto. Entró a su cuarto y volvió a dormitar. Difusas imágenes se formaban en su mente: el primer día que vio a la chica de cabello corto, el día que la invitó a salir a comer y a rondar despreocupados por un pequeño museo, el día que la besó por primera vez y sus ojos se vieron reflejados en los destellantes ojos de ella, el momento de la discusión...
Un estruendo y varios gritos, así como el inclemente alarido de los perros, lo hicieron saltar de golpe hasta casi caerse de la cama.
-¡Ay Dios mío!- gritó su madre después del agudo rechinar de los frenos.
Él salió a prisa y se posó junto a ella frente a la ventana del comedor. Los ruidos no paraban, y las personas aglomeradas en la mitad de la calle zumbaban como un panal de abejas de varios metros de ancho. -Una moto golpeó a una muchacha- le dijo su madre, ya más tranquila, anticipándose a su pregunta.
Él quiso saber quién había sido la víctima, pero por azar, logró observar en un claro entre los vecinos entrometidos, a la persona que hasta hacía unos días había cruzado esa misma calle de su mano como su novia. Reconocería esa cara donde fuera. Si bien estaba pálido y desalineado, esa visión lo dejó translúcido.
Corrió a toda prisa. Con manos y pies apartó sillas, puertas, cuerpos, y en menos de un parpadeo estaba junto a ella. Sí, en efecto era ella, y en efecto una moto la había golpeado, con fuerza tal que logró quebrarle la pierna izquierda.
-¿Cómo estás? Cariño.

Ella lo miró, sus labios temblaban y sus ojos estaban inundados detrás de sus gafas; el pelo se balanceaba despreocupado sobre su cara. Él se agachó, con total sutileza para no lastimarle la herida, y la abrazó con todo el cariño que alguna vez pudo sentir hacia alguien. Ella no dijo nada, no podía decirlo por mucho que quisiera, sólo lo miró, lo vio difuso a través de las lágrimas, que ya no eran por el dolor físico, sino por el hecho de darse cuenta que, a pesar de la distancia, él volvería siempre a estar ahí.

Fredy Yamid Arciniegas Ramirez
Ingeniería de sistemas 
Quinto semestre


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