No era
la más linda de todas las chicas que había en la preparatoria, algunos me conocían
como la nerd de la clase, la marginada que prefería estar en la biblioteca un
viernes por la noche, que estar preparándome para ir a una típica fiesta
salvaje, donde todos se emborrachan y se drogan.
Antes
no estaba sola. Tenía a mis dos mejores amigos, Lina y Andrés. Cursamos juntos
toda la primaria y secundaria, aunque los conocí en 7° grado. Andrés era mayor.
Él parecía un modelo, pero sin músculos y con lentes. Era un chico genial y
amoroso, estuve enamorada de él por dos años, pero preferí callarme y no dañar
nuestra amistad. Lina era la única, a excepción de mi diario, que sabía sobre
mi amor imposible. Tenía un hermoso cabello negro rizado, era extrovertida y
con sus ojos verdes, tenía a más de un chico escurriendo la baba por ella. Yo
no me puedo quejar, tengo un lindo cuerpo, pelo negro alborotado y lo que me
hace más especial es mi gran imaginación.
Nosotros
teníamos planeado cómo serían nuestros días en la prepa. Salir de clases e
irnos a la heladería del tío de Andrés, porque en mi honor invento un helado de
puro chocolate, que Lina envidiaba, ya que su idea de pie de limón no fue tan
popular como creyó.
No
digo que nuestra amistad hubiera sido perfecta, existieron peleas, pero cuando
eso sucedía cada uno buscaba su propio espacio para relajarse, porque a veces
la rutina de estar juntos nos agobiaba. Cuando volvía la calma, nos
encontrábamos en el jardín botánico, donde Lina trabajaba los fines de semana.
Después
de vacaciones, todo cambió. Ellos no eran los mismos de antes. Andrés había
hecho ejercicio y se había puesto lentillas. Las chicas que eran malas con él,
dejaron de serlo y en lugar de evadirlo comenzaron a pedirle su número. Pero
Lina fue la que más me sorprendió, se hablaba con la “zorra de la prepa”,
cuando ella misma la bautizó así, después que esta le robó el novio.
Poco a
poco, se alejaron de mí y encontraron nuevos amigos dejándome sola. Nunca
imagine que me graduaría sin mis mejores amigos. Fue muy triste darme cuenta de
que mis sueños se fueron al abismo. No volvieron a buscarme y me ignoraban
cuando estaban con sus otros amigos. Decidí olvidarlos aunque me doliera.
Tantos años de amistad solo quedarían en el recuerdo.
Tomé la
decisión de irme a estudiar a Italia aprovechando una buena oferta que me hizo el
señor Balastro, el representante de la Universidad de Florencia, que asistió
como jurado en un concurso de fotografía en el que participé. Al parecer le
gustó mi trabajo y quiso darme una oportunidad para irme a Florencia a estudiar
arte y fotografía.
Antes que
el otoño se fuera, ya me encontraba instalada en el campus de la universidad
Galería de la Academia de Florencia. Como las clases iniciaban en una semana,
tuve la curiosidad de conocer un poco esta bella ciudad. En mi paseo encontré
obras medievales y renacentistas como la cúpula de Santa María del Fiore, el
Ponte Vecchio, la Basílica de Santa Cruz, el Palazzo Vecchio y mi última parada
era en el museo el Bargello. Cansada y con un poco de hambre, fui al
supermercado y compré algo para abastecer mi nueva cocina. Pensando en qué
hacer para cenar, me antoje de unos ricos spaghetti, por lo tanto, sabia que
debía preguntar dónde está la sección de salsas. Vi a un trabajador, era un
chico muy lindo de camisa azul, estaba etiquetando unas latas con una pistola. Tomé
aire y me encaminé hacia a él.
–Mi
scusi, dove questa sezione di salsas?
–sezione
due- respondió sin verme a la cara.
Apenada
le di las gracias y me fui hacia la sección dos. Allí encontré varios tipos de
salsa, pero se me dificultó decidirme por una, ya que mi dominio del italiano
no era total. Una fuerte y tranquilizadora voz sonó detrás de mí, al girar, me sorprendí
al ver que se trataba de aquel muchacho.
–¿Por
casualidad eres americana? –Preguntó con un español perfecto–.
–¿Es
muy evidente? –Respondí, mientras sentía que mi cara se volvía como un tomate–.
–No,
tu italiano es muy bueno. Solo lo deduje
por tu ropa, no acostumbro a ver chicas con un estilo similar al tuyo.
Me
ayudó con los demás ingredientes que necesitaba para cocinar y me dirigí hacia
la caja para cancelarlos. Sabía que tenía que irme, pero me costaba, aquel
chico era encantador. Con las bolsas en mis manos y un poco desanimada, caminé
hacia la salida, pero esa voz de nuevo me detuvo.
–¡Espera!
-dijo el muchacho- sé que hasta ahora nos conocimos y no te he dicho mi nombre,
pero me gustaría salir otro día contigo. Por cierto, soy Alessandro, dijo, y se
le salió una sonrisa coqueta y al lado un hoyuelo que tenía escondido.
–Por
supuesto que me encantaría salir contigo. Me llamo Olimpia, pero me dicen Oli,
dije inmediatamente, como si ambos estuviéramos pensando en lo mismo.
Decidí
tomar el riesgo, ya que aún era un desconocido, y lo invité a cenar en mi
habitación del campus. El aceptó, miró
el reloj y me prometió estar allá a las 8:30 p.m. con una botella de vino.
Antes
que Alessandro llegara, me aseguré de guardar la comida y de lavar los pocos
platos que tenía en la cocina sucios. Para tranquilizarme, puse el estéreo que
me regalo mi padre para la fiesta sorpresa de Andrés. Esto hizo que recordara a
mis antiguos amigos, no había pensado en ellos desde hacía 5 años. Quizás los
recordé porque estaba escuchando Melendi –cantante favorito de Lina– o mi
puerta de recuerdos se abrió sin permiso.
Salí de mi trance cuando sonó el timbre. Me solté el pelo y deslicé mis
manos sobre el vestido.
Cuando
abrí la puerta lo encontré mejor vestido, y algo que me llamo la atención,
además del vino, fue su olor a vainilla –mi aroma preferido–. Enseguida recordé
los momentos en que mi madre lavaba la ropa, porque ella siempre le agregaba un
frasquito con aroma de vainilla. ¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué ahora los
recuerdos salen sin permiso? Recobré la postura y lo invité a la cocina porque
allí estaba preparando los spaghetti y él, gustoso, se ofreció para hacer una salsa
tradicional que su abuela le había enseñado cuando era niño.
Después
de cenar, salimos a tomar un poco de aire en la terraza. El viento frío,
parecía estarle dando la bienvenida a noviembre. El cielo de aquella noche, muy
distinto al de mi casa, era el más hermoso que había visto hasta el momento. Parecía
una obra de arte, las estrellas brillaban como en una pintura. Mientras observamos
aquel cielo de fantasía, hablamos sobre nuestro pasado, sobre la escuela, lo
que nos hacía felices y muchas cosas más. Cuando me di cuenta que estaba
amaneciendo y que el sol comenzaba a asomarse tras los edificios, corrí rápido
hacia mi habitación para traer la cámara. Al volver, vi a Alessandro
contemplando el paisaje y decidí, sin pedirle permiso, buscar un ángulo donde
se fusionaran él y el amanecer, para así crear la toma perfecta.
Tatiana Ballen Garcia
Comunicación Social
Primer semestre
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